El quinto día de la semana me pongo blue jeanes para ir a la oficina, a pesar de que nadie me dio permiso de quitarme el disfraz. Me sirvo una taza de café con leche en el comedor, voy a mi puesto a leer los 20 correos que me enviaron el jueves en la tarde -y que no podré resolver sino hasta que llegue el lunes en la mañana- e investigo sobre cosas inútiles que a más nadie le interesan, como qué ha pasado en la vida de Tori Amos, quienes estarán en la secuela de Twilight, cuáles son las compatibilidades astrológicas del signo Leo, cuánto cuesta un pasaje desde aquí hasta Oaxaca, qué cosas puedo hacer con los códigos html y qué frases célebres hay sobre la palabra confianza, por ejemplo.
Al medio día del quinto día, Vicente y yo salimos de la oficina. Y a diferencia de los otros cuatros días, cuando almorzamos encerrados en el comedor, nos aventuramos a salir de esta burbuja y caminamos hasta encontrar un sitio "nuevo", que generalmente es alguno de los otros cuatro sitios que ya visitamos el quinto día anterior.
Mientras caminamos de regreso, Vicente y yo filosofamos sobre temas sumamente relevantes como las películas que vimos en el cine recientemente, si existe el amor de lejos, por qué es válido vivir juntos antes del matrimonio, perjuicios de tener una cuenta en Facebook y por qué yo soy una drama queen según él, y él es El Charro Vicente, según yo.
Y ya con sueño y sin ganas de seguir trabajando, porque tuvimos una semana realmente agotadora, nos tomamos un café en el comedor y cada uno vuelve su puesto, hasta que llegan las cinco de la tarde del quinto día...
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