viernes, 27 de agosto de 2010

Aquí no quedan ni las moscas

Aquellos días tú eras un lobo mitológico y en tu imaginación yo podía ser un ángel de alas caídas. Los sitios eran distintos y existía la magia del reconocimiento, como la primera vez que se pasan las yemas por encima de un rostro o cuando cada palabra resulta una novedad o una intriga. Las madrugadas amanecían en momentos luminosos, y siempre me pedías que no me fuera, a menos que nos soñara juntos.
Yo era más lozana y menos insegura, no le temía a la muerte si quiera, ni a los hospitales ni a las ambulancias. No contenía tantos adioses ni tumbas, ni abundaban esos vicios que crecen cuando la vida lo torna a uno consciente, o si se puede, cobarde. Tú tenías el tiempo entre tus manos y cargabas menos calle sobre tu piel, soñabas un poco más o por lo menos distinto; al igual que yo.
Hasta que llegó el enigma del tiempo y de repente la ausencia. ¿Qué se dice de la vida de alguien?, dijiste, siempre con la razón entre tus manos.
Eramos largos y extensos como un río, mientras que ahora nos cuesta revelarnos. Las aguas se estancaron hasta lograrnos misteriosos como un mar que cada vez está más cerca del cielo.

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