Digamos todo empezó esta mañana cuando sonó el timbre.
-¿Quién llama?. dije
- Buenas, vengo a vender incienso- dijo la voz detrás de la puerta
- Oh, no gracias. No estamos interesados en comprar incienso
- No, no. Vengo a hacerle las preguntas del Censo
-Oh, disculpe. Deme un segundo, ya le abro
Desde la puerta me dediqué a contestar una larga serie de preguntas como: cuántos vivimos en la casa, nuestros nombres, en qué año nacimos, cuántos cuartos y baños hay, de dónde viene el agua, de dónde viene el gas, si tenemos cable, si estamos asegurados, hasta qué nivel estudiamos, si compartimos el mercado o cómo lo hacemos. Hasta que llegó la pregunta: ¿Cuánto son sus ingresos?. (Paranoia...)
- Deme un segundo ya vuelvo- dije, y entré para hacer una llamada
- ¿Es un deber contestar a todas las preguntas del censo?, susurré
-No- dijo la voz en el teléfono
-Ok, gracias
Colgué y volví.
-Disculpe señorita, prefiero no responder
Y así, de brazos cruzados, me limité a contestar las preguntas que me parecían justas y me negué a contestar las que parecían sospechosas. Una vez terminada la encuesta, pegué la calcomanía de "censado" en la puerta y entré.
Yo no suelo ser una persona paranoica en lo absoluto, más bien tiendo a ser muy desprendida de esos miedos. Pero el tema de la inseguridad no se trata exclusivamente del terror que sentimos los venezolanos, más que todo desde hace unos años para acá, de que nos secuestren, de que nos asalten, de que nos maten por quitarnos un teléfono o sencillamente como consecuencia de una ira descontrolada. Es una inseguridad que va más allá; hasta el punto de hacernos desconfiar en soltar informaciones que luego puedan comprometernos. Es una inseguridad que se manifiesta con cualquier persona que se nos acerque a preguntarnos algo, y eso incluye a los funcionarios públicos. Corrijo, eso se siente especialmente con los funcionarios públicos.
Recostada de la puerta, me dije a mí misma: "Es este país que nos tiene locos" y suspiré.
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