Intento no mirar tu rostro. Curvo mi espalda contra el espejo que está postrado en la pared, alejándome de ti. Alguien más me habla y dirijo mis ojos en una diagonal, que te esquiva, justo al borde. Y sé que me miras, mientras te ignoro.
Estaremos atrapados en este ascensor, al menos durante los próximos dos minutos, pero el tiempo se ha hecho lento, mientras me enfoco en sostener la vista, sin voltear.
Dices algo para incluirte en la conversación, así que ya no puedo evitarte más, y giro la cabeza, inclinando un poco el cuello. Sonríes levemente. Sonrío un poco también, sin gracia.
Das media vuelta. Transpiro. Y mientras miro tu cuello blanco, limpio y con algunos lunares, me hago consciente de la tensión que carga mi espina. Enderezo el cuerpo y continúo la conversación inerte, sintiéndome a salvo.
Por fin, las puertas se abren, y huyo entre el túnel de gente hasta llegar a la luz. Pero ahí estás, detrás de mi.
Estando afuera, haces una mueca. Ese chasquido extraño que sale de tu boca, cada vez que estamos cerca. Mueves los brazos, suspendiéndolos en el aire de un lado a otro. Un suspiro entrecortado. Y me parece que has volteado los ojos. Pero contigo... nunca sé.
Me inmiscuyo en mis pensamientos, suponiendo que los tics que te genero son una muestra de incomodidad. Una incomodidad muy distinta a la mía, seguramente.
Vuelvo al presente. En cuestión de segundos, te adelantas en el pasillo y me abres la puerta. Te doy las gracias y camino sin mirar atrás.
Te has ido. Y ya puedo respirar.
Hasta que sea mañana.
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